en el Centro Conde Duque.
Ha llamado poderosamente mi atención este articulo aparecido en la Revista Nuevo Mundo del día 24 de noviembre de 1933, el día posterior a las elecciones generales durante la segunda República, en que se permitió por primera vez votar a las mujeres.
El articulista, admira de sobremanera la actitud y serenidad de la mujer que por primera vez se dirige a las urnas, con un lenguaje lleno de alabanzas y calificativos que me resultan realmente cómicos y divertidos.
Leyendo este artículo me resulta sorprendente la apreciación que tiene su autor sobre la mujer y que probablemente seria la que compartirían muchos de sus congéneres.
Realmente la sociedad de aquel momento no tiene nada que ver con la de hoy, ¿Puede ser solo una apreciación personal ????......
Este es el artículo:
La primera vez
que las mujeres surgen en la vida pública española sin reflejos de pintoresca
galantería ni patéticos ademanes de protagonista heroica. En la vida pública
española, la mujer, hasta ahora, había sido o la Carmen de los romances
castizos y las aventura s sentimentales, o la Agustina de .Aragón de las
epopeyas patrióticas. El domingo surgió inédita la nueva gran figura femenina:
la ciudadana, la sufragista. Pocas veces, el que pudiéramos llamar «estrenos de
un gran tipo civil, se logra con tanta dignidad, con tan serena entereza, con
tan fiel interpretación. Sin aturdimientos ni nervosismos, sin gestos y sin
gritos, la mujer subió al escenario de la vida nacional y escribió su primera
página "de civismo oficial con pulso sereno, consciente de sí misma y de
su misión. ¿Qué se esperaba de ella? Sólo eso: serenidad, resolución en el
cumplimiento del deber, la mujer española fue
una vez más el Ama hacendosa, diligente, lámpara en el hogar y señora en
la calle. Y como «la perfecta casada», buena madrugadora. Ella dio ejemplo al hombre. Fue la primera que saltó del lecho en la mañana
dominical del domingo y la primera que formó en las colas de votantes.
A las once del
día 19 de Noviembre, en todos los colegios electorales de Madrid era doble que
el de hombres el número de mujeres que habían cumplido con su deber de emitir
el voto. Un gran orden y una gran resolución. He ahí las características del
sufragio femenino. Serias, prudentes, graves, como conscientes de su papel de
gran incógnita, de árbitros de la contienda política, ocuparon sus puestos ante
las urnas. Un detalle que pudo contrastar el menos observador. A la puerta de
los colegios electorales se formaban de continuo grupos de hombres, que
cambiaban impresiones, que discutían, que mutuamente quizá pretendían
influirse. En muchos se adivinaba un espíritu indeciso, vacilante, que quería
orientarse aun ante s de adopt a r una actitud. Las mujeres, no. Llegaban
serias, decididas, y formaban silenciosamente en las colas. Al modo americano,
podrá decirse de ellas: «saben lo que quieren y por qué lo quieren». En filas
enormes de mujeres agrupada s en el interior de los colegios, esperando su tumo
par a votar, no se oían m - mores, ni bisbíseos de charlas. Desmintiendo la leyenda,
Ev a no era murmuradora, ni algarera, ni exteriorizaba nervosismos. Cumplía su
deber silenciosa y fuerte, con el mismo noble estoicismo que en el hogar
afronta el trabajo y la responsabilidad y las contrariedades de la vida.
Ella fue
el gran ejemplo y la gran lección de las
elecciones. También ella seguramente la que imprimió su rumbo y su espíritu a
la contienda. La primera y más alta significación moral de las elecciones se le
atribuye, y con razón, al voto femenino, al espíritu ordenado, reflexivo y
conservador de la mujer. Pero, ¿es que debía esperarse otra cosa? La mujer, por
imperio de su sexo, tiene un sentido creador, afirmativo.
De ella nacen los
hijos que perpetúan la vida; ella rige el hogar, cuya conservación necesita el
doble estímulo de la paz y la cordialidad; en ella radican, para defensa de su
obra doméstica, los nobles egoísmos sedentarios: el orden, la economía, el
reposo, sedantes de la inquietud aventurera del hombre. La mujer es, por
esencia y potencia espiritual, conservadora de lo único que vale la pena de ser
conservado: el amor, que es la razón de su pasado; la paz, que es la seguridad
de su presente; el bienestar, que siendo la defensa de sus hijos, es la clave
del porvenir. La mujer española, al votar por vez primera, definió su tipo racial.
No fue la Carmen novelesca de las
leyendas galantes, ni la Agustina de Aragón patética de las batallas
espectaculares. Silenciosa, digna y resueltamente, fue la Señora ama del amor, del hogar y de la
prole que defiende todo eso con la noble serenidad de las decisiones y los
sacrificios callados.
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